A lomo de las letras: un paseo para explicar el poder y sus violencias1 Riding on the literature: a journey to explain power and its violences
DOI: https://doi.org/10.69592/2990-0255-N4-SEGUNDO-SEMESTRE-2024-ART-1
Rafael Durán Muñoz
Profesor Titular
Universidad de Málaga
Resumen: El artículo explica e ilustra la tridimensionalidad del poder estratégicamente concebido a partir de fragmentos de la literatura universal. Pone de esta manera en diálogo a clásicos y autores de referencia del pensamiento político con obras de la literatura universal de la Grecia clásica a nuestros días. Sui generis en su confección, tiene ambición didáctica.
Abstract: The paper explains and illustrates the three-dimensionality of strategically conceived power from fragments of universal literature. It thus puts classic and outstanding authors of political thought in dialogue with works of universal literature from classical Greece to the present day. While sui generis in its construction, it has a didactic ambition.
Palabras clave: Poder, dimensiones del poder, Estado, Violencia, Literatura.
Keywords: Power, dimensions of power, State, violence, literature.
1. Primeros compases
Lo último que se le oyó decir a Aureliano Buendía, siendo ya «el abuelo sabio», fue: «El mundo habrá acabado de joderse (…) el día en que los hombres viajen en primera clase y la literatura en el vagón de carga» (Gabriel García Márquez, Cien años de soledad, p.303). Adam, por su parte, escribió en su libreta: «Se habla muchas veces del hechizo de los libros. No se dice lo suficiente que es por partida doble. Está el hechizo de leerlos y el de hablar de ellos» (Amin Maalouf, Los desorientados, p.462). A continuación, se propone un viaje por la literatura para descubrir en ella violencias y dimensiones del poder que tan poco ajenas nos resultan. No están todas las que son, pero sí son todas las que están. Si es su gusto, podrá el lector enriquecer este mosaico, sea hombre o mujer, con teselas de su propia cosecha. El andamiaje del argumento le debe mucho a Lukes y su concepción tridimensional del poder (vide figura 1 y tabla 1). Se completa con Bourdieu y su violencia dóxica o simbólica, sin faltar Hobbes y Weber, pero también Sócrates de la mano de Platón, además de latir Maquiavelo y tantos otros, Gramsci entre ellos.
La violencia, conviene precisar de entrada, no siempre o no solo es un medio del que se sirve el poder. De hecho, parece que ni siquiera tiene por qué ser humana. Eva Holman, por ejemplo, puede ver «las puertas abrirse y sentir la luz exterior que entra violentamente y (…) obliga a protegerse los ojos» a Leva (Jesús Carrasco, La tierra que pisamos, p.42). Y en la época isabelina, nos dice Virginia Woolf en su Orlando, «[l]a violencia era todo» (p.26). En traducción de Jorge Luis Borges, aludía por tal violencia así al marchitarse de las flores como al hundimiento del sol o a la brevedad de las estaciones. En un momento de su vida, «Orlando se entregó a una vida de soledad total»; su pena era tan grande que quien narra su historia habla de «la violencia de su pena» (p.63). El padre Ángel «agarró la cuerda con las dos manos, se la enrolló en las muñecas, e hizo sonar los bronces rotos con una convicción perentoria. (…) El ejercicio de las campanas era demasiado violento para su edad, pero siempre había convocado a misa personalmente, y ese esfuerzo le reconfortaba la moral» (Gabriel García Márquez, La mala hora, p.8). La violencia produce daño (a sí mismo en este caso), pero no ha de comportar dominio. Siendo aún caballero, el Orlando de Woolf se sintió «dominar con brusca violencia por una pasión» (p.105). De nuevo la violencia, brusca incluso, pero nada tiene que ver con la voluntad ni el ejercicio del poder, con el dominio del otro, con esa «codicia de poder que tienen los hombres» (p.169).
Es por ello que la tortuga de Darwin, Harriet, acabó involucionando: «De todos los animales, el hombre es el más tonto y dañino. (…) Habláis y habláis de derechos humanos, pero contempláis indiferentes el dolor de los otros, el sufrimiento de los otros. Mire donde mire, sólo veo personas que se comportan como bestias y personas que son tratadas como bestias. Charly [(Charles Darwin)] no lo previó. No previó que los humanos evolucionaríais hacia algo tan monstruoso» (Juan Mayorga, La tortuga de Darwin, p.57). Siglos atrás, mucho antes del nacimiento de Darwin, ya había entendido Hobbes, o a esa conclusión llegó, que «la condición del hombre (...) es una condición de guerra de cada hombre contra cada hombre, en la que cada uno se gobierna según su propia razón»2, hasta el punto de que «cada hombre tiene derecho a todo, incluso a disponer del cuerpo de su prójimo»3. De ahí que, al menos de manera natural, «no puede haber seguridad para ninguno, por muy fuerte o sabio que sea, ni garantía de que pueda vivir el tiempo al que los hombres están ordinariamente destinados por naturaleza»4. Así es, puesto que «los hombres (…) aman por naturaleza la libertad [propia] y el dominio sobre los demás»5. Así es, puesto que «nuestras pasiones naturales (…) nos inclinan a la parcialidad, al orgullo, a la venganza y demás»6.
El protagonista de Intemperie había entendido o aprendido, tanto monta, que «la brutalidad se empleaba sin más razón que la codicia o la lujuria» (Jesús Carrasco, p.162). Era el medio para un fin. Así lo «había visto hacer siempre a quienes le rodeaban» (idem). El niño, a quien «el viejo» llamaba «chico», había hecho esa asociación entre «violencia» y «vida» (id.). El cabrero le dio una lección de respeto al prójimo, de humanidad: aun admitiendo que el «bastardo lisiado» lo había encadenado y que había huido para avisar al alguacil; sabiendo incluso que quería que ambos muriesen, niño y pastor, «no sería [él, el propio pastor,] quien le entregara la llave al mundo de los adultos» (id.). No cabe reducir las relaciones humanas a relaciones de poder ni unas y otras han de estar presididas por la brutalidad. Pero tampoco pretendía el cabrero convencer al «tullido» ni al alguacil de lo incorrecto de sus actuaciones.
Nada más lejos de Sócrates cuando le dice a Critón: «Estoy inclinado a no tomar una decisión sin persuadirte antes; no quiero obrar en contra de tu voluntad» (Platón, «Critón, o el deber», Platón, p.96). Y es que, pese a la idoneidad del diálogo y el respeto mutuo como formas de superar los desacuerdos, el poder no parece tanto el resultado de la acción concertada de los actores implicados, según la concepción dialógica o comunicativa del mismo, sino más bien una capacidad, la capacidad para imponer un mandato, incluso contra la voluntad de quien obedece. En palabras de Robert Dahl, «A tiene poder sobre B en la medida en que consigue que B haga algo que no haría de otra manera»7. En todo caso, es en esta concepción estratégica, conflictiva o teleológica del poder en la que nos centramos, también adjetivada de weberiana. Tras el poder, nos dice Weber, «está la violencia»8, están «los medios violentos»9. La violencia, pues, como medio del o para el ejercicio del poder. Dañina, sí, pero instrumental.
El alcalde de La mala hora «había experimentado en su plenitud la emoción del poder» (Gabriel García Márquez, 174). Fue en «un anochecer como ese», de «paz crepuscular» (idem). Esta vez mandaría torturar a un preso hasta acabar asesinándolo. «No creo que pueda resistir mucho tiempo» (p.203), les dijo a sus esbirros, pero «sigan trabajándolo» (idem). «La embriaguez del poder» le produjo a Aureliano Buendía «[u]n frío interior que le rayaba los huesos y lo mortificaba inclusive a pleno sol» (Gabriel García Márquez, Cien años de soledad, p.130). «La embriaguez del poder empezó a descomponerse en ráfagas de desazón». Su poder era «inmenso» (idem). De hecho, «[s]us órdenes se cumplían antes de ser impartidas, aun antes de que él las concibiera, y siempre llegaban mucho más lejos de donde él se hubiera atrevido a hacerlas llegar» (id.). Llevado al extremo, el ejercicio del poder es tiránico. Macduff le dice a Malcolm que «[l]a intemperancia sin freno es la condición del tirano» (Shakespeare, La tragedia de Macbeth, p.223). Ello no implica virtud alguna, se conciba esta en términos morales o religiosos o incluso en los amorales términos maquiavelianos. No, ni siquiera tiene por qué ser acertado en términos estratégicos. El propio Macduff añade a continuación que tal intemperancia «ha sido causa de la prematura caída de los tronos prósperos y de la vida de muchos reyes» (idem). Y «un joven comerciante, rico y culto», le diría al protagonista de León el Africano: «Los monarcas, afortunadamente, se exceden a veces; si no fuera por eso, no caerían nunca» (Amin Maalouf, p.275). En la misma línea, si Creonte le dijo a Medea: «Justo o no el poderío del rey, tienes que acatarlo», ella le respondería que «[n]unca duran por siempre los reinos injustos» (Séneca, Medea, p.49).
Pero no es esta última la cuestión que nos ocupa, sino cómo, siendo el poder la capacidad para imponer la propia voluntad, Malcolm le responde: «si fuera rey, suprimiría a los nobles para apoderarme de sus tierras». Esto es: reconociendo que en su «muy perversa constitución se desarrolla una avaricia (…) insaciable» y aun sabiendo que las contiendas que buscaría serían «injustas», da por hecho que podría porque, siendo rey, tendría poder para hacerlo. En otros términos: «de yo alcanzar el poder, vertería en el infierno el dulce bálsamo de la concordia, sublevaría la paz universal, confundiría toda la armonía de la Tierra» (id.). Más adelante, Lady Macbeth exclamará: «¡Qué importa (…), si nadie puede pedir cuenta a nuestro poder!» (p.227). Y Caithness sentenciará en diálogo con Mentheith: «los que mandan no obedecen sino a la voz de mando» (p.229). Por eso Calígula, que había entendido la «utilidad del poder. Da oportunidades a lo imposible» (Albert Camus, Calígula, p.26), le dice a Quereas refiriéndose a los habitantes del Imperio: «os odio porque no sois libres. En todo el Imperio romano —continúa— soy el único hombre libre» (p.27). Quizás por ello dijo el anciano señor de Marino, también él en conversación con el Africano, que «el poder[, como la riqueza,] son enemigos del recto juicio» (León el Africano, p.237).
No es cierto, pues cabe ejercer el poder con/como auctoritas. Lo es, en cambio, ejercido con/como potestas. Se hace valer entonces el poder mediante la violencia, la violencia institucional en este caso, no mediante la coactividad que le es propia a todo Estado que legítimamente fija los límites a la libertad individual en aras de la seguridad colectiva. De acuerdo con Gomá, «[l]a coactividad estatal está suspendida en los hilos de esa persuasión consuetudinaria, pendiente de este hábito de adhesión libre y espontánea, no coaccionada, a la constitución política»10.
2. Primera dimensión
Apretando poco a poco con el brazo la garganta de Cesonia, Calígula le dice: «Vivo, mato, ejerzo el poder delirante del destructor, comparado con el cual el del creador parece una parodia» (p.110). Es lo que el protagonista de El otoño del patriarca, un hombre «con apetito desmesurado de poder» (Gabriel García Márquez, p.65), llamaba «la cara visible del poder» (p.125). Pero la violencia física no necesita materializarse para hacerse efectivo el poder. También la amenaza es un medio violento para imponer la voluntad, en otros términos, para vencer la resistencia ajena. «Peor que la violación es la violación anunciada» (Amin Maalouf, Samarcanda, p.53). Y, aunque Hassan afirma que «[m]orir es más importante que matar» (p.145), que «hay que saber morir» a manos de los enemigos (idem), también sostiene que, por cómo actúan, «matamos a un hombre, pero aterrorizamos a cien mil» (id.); que «matando desanimamos a nuestros enemigos de emprender cualquier acción contra nosotros» (id.). En efecto, el ejercicio del poder se identifica fácilmente, casi automáticamente, con la violencia física, sea efectiva o quede en la antesala de la amenaza creíble. A partir de Steven Lukes11, cabe hablar, mejor que de enfoque unidimensional del poder, de primera dimensión del poder, fundamentalmente identificada con la violencia física, que incluye la sexual y no descarta la psicológica ni, tan asociada a la de género, la de control; hablamos de violencia directa. Concebido el poder en términos estratégicos o teleológicos, siendo la violencia el medio por el cual se ejerce el poder para la satisfacción de un fin, la primera dimensión del poder es aquella en la que el conflicto es observable (se tiene consciencia del mismo por las dos partes de toda relación de poder) y, justamente por el tipo de violencia que opera, directa, se hace explícito (vide figura 1 y tabla 1).
Figura 1. Dimensiones del poder estratégicamente concebido y violencias ejercidas
Fuente: elaboración propia a partir de Steven Lukes, El poder. Un enfoque radical.
Ejemplo paradigmático de la primera dimensión del poder, le dice el profesor alemán Julius von Hartrott a su primo Julio Desnoyers en Los cuatro jinetes del Apocalipsis: «Tenemos la fuerza, y el que la posee no discute ni hace caso de palabras... ¡La fuerza! Esto es lo hermoso: la única palabra que suena brillante y clara... ¡La fuerza! Un puñetazo certero, y todos los argumentos quedan contestados» (Vicente Blasco Ibáñez, p.112). Las palabras son prescindibles hasta el punto de que apenas si son útiles para verbalizar la amenaza o la orden de mando. El resto es sumisión, obediencia. Bien lo entendió y lo sufrió Francisca Linero: «aunque yo estaba agonizando de miedo conservaba bastante lucidez para darme cuenta de que mi único recurso de salvación era dejar que él hiciera conmigo todo lo que quiso» (El otoño del patriarca, p.127). Es un caso de violencia sexual; sin componente político, responde a una relación de poder. Leva no sabe qué ha sido de Teresa ni de Lola, su mujer y su hija, durante el asalto militar. «Quiere gritar sus nombres, pero no se atreve por miedo a ser golpeado. Su primera renuncia. Nadie está por encima de sus propios tejidos» (Jesús Carrasco, La tierra que pisamos, p.194). Antes les había dicho a sus convecinos: «Aprended como yo he aprendido y callad» (p.193). Tiene poder quien manda y manda porque hay quien obedece.
Esta violencia, la física en concreto, no solo la ejerce quien tiene poder. El poder es la materialización de la capacidad de quien ejerce violencia para imponer su dominio, para obtener obediencia. En Los justos, de Albert Camus, el gran duque Sergio es el «verdugo» (p.16), la encarnación de la «tiranía» (pp.16 y 101), la «injusticia» (pp.23 y 60), incluso la «suprema injusticia» (p.108), además del «despotismo» (pp.40 y 59), la «esclavitud» (p.56) y el «crimen» (p.63); la encarnación, en última instancia, de «la violencia» (p.123). Pero ejercen violencia también quienes así lo conciben y califican. De hecho, se proponen matarlo, y aun lo matan; se muestran decididos a «ejercer el terror hasta que la tierra sea devuelta al pueblo», a «apresurar la liberación del pueblo ruso» (p.17) asesinando al gran duque, y ponen fin a su vida lanzándole una bomba. Como al gran duque, también a César lo mataron; según pone Shakespeare en boca de Bruto, «como sacrificadores, pero no matarifes» (Julio César, p.121); «purificadores, no asesinos» (p.122); hombres, dirá Casio más adelante, que así «dieron libertad a su país» (p.136), solo que, en este caso, no poniendo fin a la tiranía, sino pretendiendo evitar que César acabara en ella. Puesto que era «un huevo de serpiente, que, si se incuba, se hará tan perniciosa como su especie», había dicho antes Bruto, procedía «matarle en el cascarón» (p.118). Ejercieron violencia estos contra César y aquellos contra el gran duque, en ambos casos hasta el punto de su muerte. Pero, particularmente en el caso de Los justos, no tuvieron capacidad para poner fin al orden que representaba, para subvertir las relaciones de poder institucionalizadas: Kaliayev es hecho prisionero y ahorcado por el magnicidio. Se proponen seguir atentando. La próxima será Dora, que sabe, no obstante, que después de que tire la bomba la aguardará «la misma cuerda» (p.139); cabría decir, la cuerda del poder. Ejercieron violencia, provocaron daño, pero el suyo no fue un ejercicio de poder ni así lo alcanzaron.
3. Segunda dimensión
En conversación con Desnoyers y Argensola, el doctor Hartrott, «[c]on la seguridad de un catedrático que no espera ser refutado por sus oyentes, explicó la superioridad de la raza germánica» (Vicente Blasco Ibáñez, Los cuatro jinetes del Apocalipsis, p.107), y al hacerlo sentenció: «La fuerza, señora del mundo, es la que crea el derecho, la que impondrá nuestra civilización, única verdadera. Nuestros ejércitos son los representantes de nuestra cultura» (idem). Alemania haría valer su dominio por medio de las armas e institucionalizaría su poder por medio del derecho; retomando lo anterior, por medio de la cuerda del poder. Pasaba así el doctor Hartrott de la primera a la segunda dimensión del poder, de la violencia directa a la estructural o sistémica, institucional en este caso. En la segunda dimensión del poder el conflicto sigue siendo observable, pero queda implícito o encubierto merced, justamente, a la capacidad de A para obtener así obediencia de B, siempre incluso en contra de su voluntad. En palabras de Lukes, los autores del enfoque bidimensional, aquí reelaborado como segunda dimensión del poder, llaman la atención sobre el «control sobre el programa político» y sobre «los modos de mantener fuera del proceso político problemas potenciales»12. Es lo que del Águila traduce literalmente como «control de la agenda [agenda control y control over the agenda of politics]»13.
Aunque desde una concepción reduccionista de la política, también Camus nos habla de la institucionalización del poder como forma alternativa a la violencia física de imponer el dominio: «todo hombre inteligente sueña con (…) dominar a la sociedad mediante la violencia. Como eso no es tan fácil como lo puede hacer creer la lectura de novelas especializadas, generalmente se recurre a la política» (p.49). Se trataría de transitar de la violencia directa a la institucional. La misma idea asalta en El amor en los tiempos del cólera cuando García Márquez pone en boca del padrino de Florentino Ariza: «La guerra está en el monte (…). Desde que yo soy yo, en las ciudades no nos matan con tiros, sino con decretos» (p.112). Lo vio antes Maquiavelo: «existen dos maneras de combatir: una con las leyes, la otra con la fuerza»14. Abunda en ello Isabel Allende al distinguir a propósito de Tadeo Céspedes entre la «violencia» (la violencia física) y el «poder» (la violencia estructural, de nuevo, institucionalizada): «Desde que empezó a afeitarse el bigote tenía un arma en la mano, y desde hacía mucho vivía en el fragor de la pólvora. (...) Era hombre habituado a la violencia. Cruzaba el país en todas direcciones luchando contra enemigos visibles, (...) y así habría continuado si su partido no gana las elecciones presidenciales. De la noche a la mañana pasó de la clandestinidad a hacerse cargo del poder y se le terminaron los pretextos para seguir alborotando» («Una venganza», Cuentos de Eva Luna, p.204). «Tened en cuenta (…) que no es más inmoral robar directamente a los ciudadanos que infiltrar impuestos indirectos en el precio de las cosas que les son imprescindibles. Como todo el mundo sabe —precisa Calígula a Cesonia y al Intendente—, gobernar es robar» (Albert Camus, Calígula, p.25).
Bien es cierto que, afirmándolo en tono distinto, no deja Calígula de estar en sintonía con aquel obispo a quien tanto le debiera Jean Valjean, Monseñor Myriel, cuando afirmó: «Dios da el aire a los hombres y la ley se lo vende» (Víctor Hugo, Los miserables, p.23). Por eso alude también García Márquez a las dos primeras dimensiones del poder cuando pone en boca del señor Carmichael que «no nos dan palo» (ya no dominan haciendo daño con violencia directa) antes de hacer decir al barbero: «El abandono en que nos tienen también es persecución. (…) Abandonarnos a la buena de Dios es una manera de darnos palo» (La mala hora, p.56). Las «desgracias» que «nos están comiendo», en expresión del señor Carmichael, el maltrato que están recibiendo, es, le explica el barbero, una forma de ejercicio del poder, en concreto, mediante una violencia estructural, económica, con la que es connivente el poder institucionalizado.
Cualesquiera que sean el uso que se haga de ese poder y la valoración moral que nos merezca, hablamos del poder que simboliza «el cetro real» (Eurípides, Las fenicias, p.119), lo que en el mismo parlamento con su madre llama también Eteocles «el poder de mi realeza» (idem), «el gobierno de esta tierra» a que más adelante se referirá Creonte (p.159). El poder institucionalizado, como todo poder, implica dominio. Por eso el sacerdote que habla al comienzo de Edipo Rey se dirige al monarca llamándolo «dominador» y adjetivándolo de «poderosísimo» (Sófocles, p.204). Por eso Egisto le dice al Corifeo: «cuando ya estés sometido al poder, te mostrarás más manso» (Esquilo, Agamenón, p.170), y este le dice, al final de la obra: «¡Hala! ¡Ejerce el poder, engorda, mancilla la justicia, puesto que puedes!» (p.172).
Más allá de la ironía y más acá del sarcasmo, Eduardo Galeano nos habla de un preso al que respondieron que cursara la solicitud de un lápiz cuando dijo que no tenía lápiz para solicitar algo que verdaderamente le urgía. Lo tiene recogido en el primero de sus tres cortos y consecutivos relatos titulados «La burocracia». Denuncia también ahí, en ese primero particularmente, cómo ejerce y aun abusa (o puede abusar) del poder quien tiene poder para establecer y aun para interpretar las reglas; cómo, cabe colegir, tiene poder quien tiene capacidad para establecer y aun interpretar las reglas. Aquello del control de la agenda. «En tiempos de la dictadura militar, a mediados de 1973, un preso político uruguayo, Juan José Noueched, sufrió una sanción de cinco días: cinco días sin visita ni recreo, cinco días sin nada, por violación del reglamento. Desde el punto de vista del capitán que le aplicó la sanción, el reglamento no dejaba lugar a dudas. El reglamento establecía claramente que los presos debían caminar en fila y con ambas manos en la espalda. Noueched había sido castigado por poner una sola mano en la espalda. / Notieched era manco» (Eduardo Galeano, «La burocracia/1», El libro de los abrazos, p.48).
Monseñor Myriel, sabiendo de un proceso judicial en que el fiscal había urdido una trama innoble para conseguir la delación de una mujer contra su marido, ambos «al límite ya de sus recursos», preguntó, tras interesarse por el lugar en que juzgarían al matrimonio: «¿Y dónde se juzgará al magistrado?» (Los miserables, p.24). Nadie más parecía cuestionar, no ya la legalidad, sino la moralidad de la actuación judicial. Nadie más parecía ver en ella arbitrariedad alguna. Nadie más parecía sensibilizarse con la situación que había empujado a delinquir a quienes también eran padres. Los órdenes social e institucional prevalecían sobre quienes los padecían. Más tarde reconocería el propio Jean Valjean que «no era un inocente castigado injustamente (…), que se había equivocado» (p.83), pero, en relación con los sistemas socioeconómico y penal vigentes, ese poder estructural del que forma parte el institucional, se preguntó también «[s]i era él el único que se había equivocado en su fatal historia. Primero, si no era una cosa grave que a él, trabajador como era, le hubiera faltado el trabajo; que a él, laborioso, le hubiera faltado el pan. Después, si el castigo, una vez cometida y confesada la falta, no había sido feroz y extremado. Si no había más abuso por parte de la ley en la pena que por parte del culpable en la falta. (…) Si esta pena (…) no terminaba por ser una especie de atentado del más fuerte contra el más débil, un crimen de la sociedad contra el individuo» (p.83); cabría decir, del sistema contra quienes carecen de poder para hacer valer sus intereses, por justos o injustos que puedan resultar. A esa connivencia entre el poder político y el económico apela también críticamente Pío Baroja cuando dice de Andrés que «pudo evidenciar que la fuerza de la ley disminuye proporcionalmente al aumento de medios del triunfador», y sentencia: «La ley es siempre más dura con el débil» (El árbol de la ciencia, p.276). Está denunciando a un tiempo que la ley es dura (injusta por excesiva) y que es tanto más injusta (tanto más violenta) habida cuenta de que no se aplica a todos por igual, de donde resulta que sufre la injusticia quien, débil, carece de poder y ha de obedecer.
Quizás con más sarcasmo que ironía, con un punto de dolor en todo caso, Víctor Hugo nos ofrece otro pasaje con que ilustrar la segunda dimensión del poder (de ella venimos hablando), en esta ocasión a propósito del deseo de Luis XIV de crear una flota: «No existe flota si, junto con el barco de vela, (…) no tenemos un barco que va donde quiere (…); para la Marina, las galeras representaban entonces lo que hoy los barcos de vapor. De modo que se necesitaban galeras; pero a las galeras sólo las mueven los galeotes, así que se necesitaban galeotes. Colbert ordenaba a los intendentes de provincia y a los tribunales que se hicieran con el mayor número posible de presidiarios. La magistratura ayudaba con su complacencia. Un hombre no se quitaba el sombrero delante de una procesión, actitud de hugonote; se le enviaba a galeras. Encontraban a un niño en la calle; con tal de que tuviera quince años y que no supiera dónde dormir, se le enviaba a galeras» (p.484). Sin asomo de ironía ni de sarcasmo, el pastor le dijo al niño que huirían a los montes del norte, con la esperanza de que «el alguacil no emprendería un viaje tan largo para buscarlos en un lugar tan alejado de su jurisdicción» (Jesús Carrasco, Intemperie, p.172). Confiaba en que el abuso de poder, la crueldad hecha hombre, tuviera un límite siquiera fuese más allá del límite de su jurisdicción. En La tierra que pisamos, dentro de los límites de la jurisdicción imperial una norma prohibía «tener relaciones estables con lugareños sin informar de ello a la autoridad» (Jesús Carrasco, p.38), y se dieron «casos de colonos que incluso han terminado en la cárcel cuando se han descubierto vínculos no autorizados» (idem).
Ismene, para evitar la sanción, sí se sometió a lo que el poder disponía porque así lo disponía. En referencia a su hermano Polinices y a la prohibición de Creonte de darle sepultura, le dijo a su hermana, Antígona, dispuesta esta a contravenir la orden: «al tiempo que pido al muerto que tenga comprensión conmigo, y que se dé cuenta de que no tengo más remedio que hacer lo que hago, me someteré a los dictados de quienes están instalados en la cúspide del poder, pues el realizar acciones superiores a las posibilidades de uno no tiene sentido alguno» (Sófocles, Antígona, p.149). Antígona, que desafió a Creonte contraviniendo una ley que consideraba injusta (tenía clara la diferencia entre auctoritas y potestas, y, en consecuencia, entre violencia y coactividad estatal o institucional), vendría a darle la razón a Ismene cuando le dijo al soberano, prisionera: «Todos esos hombres que están junto a ti dirían que mi acción les agrada si el miedo no les cerrara la boca» (p.164). Obedecen, pues, pero por miedo, violentada, forzada su voluntad. Cada parte tiene consciencia de que sus intereses están en conflicto, pero este no se hace explícito. El coro, que le recrimina a Antígona su «osadía» (p.177) y su «impetuosidad» (p.178), sentenciará: «Tributar las honras debidas constituye una honorabilidad valiosa, pero la autoridad de aquél a quien el ejercicio de la autoridad obsesiona es cosa que en modo alguno se puede transgredir» (idem). Océano, en la misma línea, pero siendo Zeus el soberano, aconsejará a Prometeo: «no des coces contra el aguijón. Mira que el monarca es severo y que ejerce el poder sin necesidad de rendirle cuentas a nadie» (Esquilo, Prometeo, p.284). Por lo mismo, Sade sentencia en diálogo con Marat siglos más tarde: «Tú mismo has dicho que en las manos del poder las leyes se convierten en instrumentos de opresión» (Peter Weiss, Persecución y asesinato de Jean-Paul Marat, p.73). Quien tiene el poder de dictar las leyes impone su poder a través de ellas. Ejerce su violencia a través del sistema; el sistema es el instrumento violento de poder de que se vale.
A Taha Mohamed Shazli lo detuvieron y torturaron los militares. Quien daba las órdenes y conducía el interrogatorio le dijo en un momento dado: «Si mueres de los golpes, te enterramos aquí, justo donde estás. Y no nos importa. No eres nada para nosotros, Taha. Somos el Gobierno» (Alaa Al Aswany, El edificio Yacobián, p.130). Lo importante ahora, en relación con la segunda dimensión del poder, no es la violencia física empleada tan brutal como impunemente (primera dimensión), sino la respuesta del Sheif Shaker a la sed de venganza de Taha, una vez liberado: «Los responsables no son un grupo de policías, sino el régimen criminal y ateo que nos gobierna. Tienes que dirigir tu odio contra todo el sistema y no contra unos individuos» (idem, p.144). En efecto, fuera o no ateo el régimen, cuestión ajena a este artículo, el poder no solo se ejercía físicamente, sino de acuerdo con una lógica institucionalizada; las relaciones de poder eran, pues, estructurales, sistémicas. Eso no implica que el poder público fuera el verdadero o último poder, que la policía, por ejemplo, actuara siempre que y como dispusiera la ley. Durante unas elecciones, «[s]e producían violentos enfrentamientos cada día con el resultado de varios heridos. Por la gran influencia que tenían ambos rivales, las fuerzas de seguridad no tomaban partido y la policía llegaba la mayoría de las veces al lugar de la pelea cuando ésta ya había terminado. En otras ocasiones, se limitaba a detener de forma arbitraria a algunos de los participantes en los altercados, que nada más llegar a la comisaría eran puestos en libertad sin cargos» (id., p.77).
Bien es cierto, no basta con haber sido autorizado a gobernar para tener poder. Poder formal, de iure, no es necesariamente poder real, de facto. En el caso del Benefactor, precisa Allende que «[e]l Gobierno requería de su permanente vigilancia para que el poder no se le escurriera entre las manos» («El palacio imaginado», Cuentos de Eva Luna, p.225). Por eso, «[h]acía años que no se alejaba de la capital, salvo breves viajes en una avioneta a las provincias donde su presencia era requerida para sofocar algún brote de insurrección y devolver al pueblo la certeza de que su autoridad era incuestionable» (p.232). Y Creonte se lamentaría de que «individuos de esta ciudad vienen soportando muy a regañadientes esta mi autoridad y por eso andan murmurando contra mí (…), sin mantener su cerviz bajo el yugo de mi autoridad con lealtad» (Sófocles, Antígona, 157). Tampoco es menos cierto que el poder, pudiendo mucho, no lo puede todo. Estaba, pues, equivocado Sancho Panza cuando, antes de partir para gobernar su ínsula, le dijo a don Quijote: «teniendo yo el mando y el palo, haré lo que quisiere» (Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, p.976). Bien lo aprendió cuando, ejerciendo ya de gobernador, le preguntó a un mancebo que, «así como columbró la justicia, volvió las espaldas y comenzó a correr como un gamo, señal que debe de ser algún delincuente»: «¿No tengo yo poder para prenderte y soltarte cada y cuando que quisiere?», a lo que este respondió: «Por más poder que vuestra merced tenga (…), no será bastante para hacerme dormir en la cárcel» (p.1028). Podría encarcelarlo, pero no hacerle dormir. Así lo acabó reconociendo el propio Sancho. Sin necesidad de que se lo hicieran ver, también el rey Lear entendió que no siempre se puede obtener la obediencia reclamada. De ahí que, tras exclamar: «[E]l Rey quiere (…), manda, requiere servicio» (Shakespeare, El Rey Lear, p.44), sostuviera: «todavía no (…). La enfermedad desprecia todas las obligaciones a que está sujeta nuestra salud» (idem). Sin entenderlo, el Duque de Viena concluye: «No hay poder, no hay grandeza en este mundo mortal que pueda escapar a la crítica» (Shakespeare, Medida por medida, p.88), y se pregunta: «¿Qué rey hay tan fuerte que pueda sujetar la hiel de la lengua calumniosa?» (idem). Resulta oportuno añadir, ahora respecto de la violencia patriarcal, de carácter estructural, una advertencia de Virginia Woolf a esa «voz persistente, ora quejosa, ora condescendiente, ora dominante, ora ofendida, ora chocada, ora furiosa, ora avuncular, aquella voz [masculina] que no puede dejar en paz a las mujeres» (Una habitación propia, p.54): «Cierra con llave tus bibliotecas, si quieres, pero no hay barrera, cerradura, ni cerrojo que puedas imponer a la libertad de mi mente» (idem, p.55).
En todo caso, sin minusvalorar estos apuntes cervantino, shakesperianos y woolfiano, es obvio que el poder institucionalizado, no pudiéndolo todo, puede y mucho. Como es sabido que, a cobijo del mismo, si no instrumentalizándolo, hay otros actores que igualmente ven satisfechos sus intereses sin necesidad de recurrir a la confrontación directa, al conflicto explícito. «Amadeo Peralta se crió en la pandilla de su padre y llegó a ser un matón, como todos los hombres de su familia. Su padre opinaba que los estudios son para maricones. No se requieren libros para triunfar en la vida, sino cojones y astucia, decía. Por eso formó a sus hijos en la rudeza. Con el tiempo, sin embargo, comprendió que el mundo estaba cambiando muy rápido y que sus negocios necesitaban consolidarse sobre bases más estables. La época del pillaje desenfadado había sido reemplazada por la corrupción y el despojo solapado. Era hora de administrar la riqueza con criterio moderno y mejorar su imagen. Reunió a sus hijos y les impuso la tarea de hacer amistad con personas influyentes y aprender asuntos legales, para que siguieran prosperando sin peligro de que les fallara la impunidad» (Isabel Allende, «Si me tocas el corazón», Cuentos de Eva Luna, p.67). En efecto, el sistema, más allá de la institucionalidad que forma parte del mismo, garantiza el poder sin necesidad o reduciendo la necesidad de la violencia física.
Albert Camus da una interesante pincelada al respecto en el siguiente pasaje del perturbador La caída: «Casa deliciosa, ¿no es cierto? Las dos cabezas que ve ahí son de esclavos negros. (...) La casa pertenecía a un negrero. ¡Ah! En aquellos tiempos nadie ocultaba su juego. Se tenía aguante, decían: «Vaya, soy un hombre respetable, soy traficante de esclavos, vendo carne humana». ¿Imagina usted a alguien hoy día haciendo saber que ése es su oficio? ¡Menudo escándalo! (...) La esclavitud, ¡ah, no!, ¡estamos en contra! Verse obligado a instaurarla en su casa, o en las fábricas, bien, eso entra dentro de un orden, pero jactarse de ello es el colmo. / Ya sé que es imposible dejar de dominar o de ser servido. Cada hombre necesita esclavos como necesita aire puro. Mandar es respirar (…). Incluso los más desdichados consiguen respirar. Al último en la escala social le queda su cónyuge, o su hijo. Si es soltero le queda un perro. Lo esencial, en suma, es poder enfadarse sin que el otro tenga derecho a responder. «A un padre no se le responde», ya conoce la fórmula. (…) Es necesario que alguien tenga la última palabra. De otro modo, a cualquier razón se puede oponer otra: no habría modo de terminar. El poder, por el contrario, permite decidir. Nos ha costado tiempo[,] pero al fin lo hemos comprendido. Usted habrá podido observar, por ejemplo, que nuestra vieja Europa filosofa al fin como es debido. Ya no decimos como en los tiempos ingenuos: «Yo pienso así. ¿Cuáles son sus objeciones?». Nos hemos vuelto lúcidos. Hemos sustituido el diálogo por el comunicado. «Tal es la verdad —decimos—. Puede usted discutirla, no nos interesa. Pero dentro de unos años vendrá la policía para demostrarle que tengo razón». /¡Ah! ¡Nuestro querido planeta! Ahora todo está claro. Ya nos conocemos y sabemos de lo que somos capaces. Mire usted, yo mismo, para cambiar de ejemplo ya que no de sujeto, siempre he querido que me sirvieran con la sonrisa en los labios. Si la criada tenía la expresión triste me envenenaba el día. Tenía derecho a no estar alegre, por supuesto. Pero yo me decía que más le valía que hiciera su servicio riendo antes que llorando. De hecho, más me valía a mí. Sin embargo, sin ser deslumbrante, mi razonamiento no era del todo estúpido. del mismo modo siempre me negaba a comer en los restaurantes chinos. ¿Por qué? Porque los asiáticos, cuando se callan delante de los blancos, siempre parecen desdeñosos. Naturalmente, al servir conservan ese aire. ¿Cómo poder disfrutar entonces del pollo laqueado, y, sobre todo, al mirarlos, cómo pensar que uno tiene razón? / Por consiguiente, y que quede entre nosotros, la servidumbre, de preferencia sonriente, es inevitable. Pero no debemos reconocerlo. ¿No es mejor que quien no puede evitar tener esclavos les llame hombres libres? En primer lugar, por un asunto de principios, y en segundo término para que no se desesperen. Tienen derecho a esa compensación ¿no es cierto? De ese modo continuarán sonriéndonos y podremos conservar nuestra buena conciencia» (pp.39-42). Va de suyo que la concepción de la conciencia que maneja está emparentada con la opinión de Ricardo antes de ser rey: «La conciencia es una palabra para uso de cobardes inventada para infundir temor en los fuertes» (Shakespeare, Ricardo III, p.246).
Bertolt Brecht nos pone en la pista de una dimensión del poder distinta en alguna medida de las tres sintetizadas por Lukes. Es la capacidad de quien tiene poder para comprar voluntades. Según Naím, «el uso de beneficios materiales para inducir un comportamiento [lo que él llama recompensa] es tal vez el más común de los canales a través de los cuales se ejerce el poder»15. En Los negocios del señor Julio César, cuando Quinto Meteo Nepos llegó a la capital en representación de su cuñado, Pompeyo, lo hizo para presentar su propia candidatura como tribuno de la plebe. Su elección era «cosa segura», dado que debía «haber traído consigo canastas enteras, repletas de «sobre cerrados» (Bertolt Brecht, p.107). En esos sobres iba el dinero de los sobornos. Es cierto que allí donde uno vende o se vende y otro compra es difícil ver sometimiento de parte alguna, sino mero intercambio, corrupción en todo caso. Sin embargo, en palabras de un talabartero, «[m]i voto lo tengo que vender cuando hay elecciones», y continuaba: «de lo contrario, yo y mi familia nos morimos de hambre» (p.126). Por eso en un momento dado afirmó César: «los votos son armas, pero no para el elector» (p.119). Por eso el talabartero dijo también: «¡Necesitamos armas y no votos!» (p.126). Plenamente conscientes del dominio a que estaban sometidos y de obrar en contra de su voluntad e intereses, no era la fuerza física ni el temor de su uso la dimensión del poder a que aquí se alude. Tampoco parece ser la segunda dimensión la que aflora: es la necesidad, no la estructura (hablamos de un tiempo en que el voto es formalmente libre), la que obliga a actuar de una determinada manera, a dejar en suspenso los intereses propios en beneficio de los ajenos, los de los poderosos. Bien es cierto, no obstante, que, a propósito de posteriores comicios, «se ha[bía] comunicado a distritos enteros que los dueños de las casas de alquiler pondrían en la calle a los inquilinos» que no votaran a un candidato determinado (p.247). Esto es: «Los arrendatarios debían votar, naturalmente, por los terratenientes; los numerosos deudores de la clase trabajadora [,] por sus acreedores senatoriales» (idem). Si ninguna norma impedía votar en sentido contrario, sí había normas que permitían a los dueños de las casas de alquiler poner en la calle a sus inquilinos, cualquiera que fuese el motivo y aun no siendo de índole económica. Vuelve a ser el sistema, pues, el que fuerza las voluntades, en este caso indirectamente, dada su capacidad para generar necesidad y, con ella, una doble violencia: la que crea la necesidad y la que por ella fuerza la voluntad.
4. Tercera dimensión
Aludíamos antes al paso de la primera a la segunda dimensión del poder en el discurso racista de Von Hartrott. Añadiría a continuación el profesor la tercera dimensión. Tras preguntarse: «¿Para qué almacenar tanta fuerza de agresión y mantenerla sin empleo?», y responderse: «El imperio del mundo correspondía al pueblo germánico», concluyó: «Los historiadores y filósofos (…) iban a encargarse de forjar los derechos que justificasen esta dominación mundial» (Vicente Blasco Ibáñez, Los cuatro jinetes del Apocalipsis, p.108). No está refiriéndose a los derechos que regirían el comportamiento de los gobernados o sometidos; no tiene en mente las normas que redactarían los vencedores o poderosos. Afirma que su dominio sería justificado con argumentos que a todos convencerían: «el credo de la superioridad absoluta de la raza germánica. Era justo que dominase al mundo» (idem). Si era justo, no podía ser cuestionado, había de ser una verdad compartida. Sabemos que la forma menos onerosa de ejercer el poder es precisamente aquella que se sirve de su legitimación, aquella por la que se consigue obediencia sin conflicto entre las partes, sin imposición de mandato contra la voluntad de quien obedece. Leemos en La caída que «[q]uien se adhiere a una ley no teme el juicio que le sitúa en un orden en el que cree» (pp.98-99). Pero allí donde la legitimidad responde a argucias de las autoridades, retóricas, sobre todo; allí donde quien tiene poder ha tenido capacidad para hacer creer en intereses compartidos no siendo tales, sino que en realidad son intereses de quien manda (A) y contrarios a los intereses de quien obedece (B), no es de auctoritas, sino de potestas de lo que cabe seguir hablando.
Estamos ante la tercera dimensión del poder. En todo caso, Hartrott no es nada sofisticado a este respecto, y, así como Argensola dirá en un momento dado: «Está loco (…). Estos alemanes están locos de orgullo», el ruso Tchernoff sentenciará más tarde, iniciada la I Guerra Mundial: «Un pueblo de locos quiere colocar la violencia sobre el pedestal que los demás han elevado al Derecho» (p.140). Para Tchernoff, el Derecho tiene que ver con la «civilización», mientras que Alemania, Prusia, había optado por la «barbarie» (p.134). Es más: para Tchernoff, los alemanes ni siquiera combatían con la «ferocidad implacable» con la que lo hacían (p.330) por estar convencidos de su superioridad racial y del bien que de ahí se derivaría para la humanidad, según hubiera sostenido Hartrott, sino por la educación recibida, porque, llevando «cada uno de ellos (…) debajo de su espalda un depósito de patadas recibidas, (…) desea consolarse dándolas a su vez a los infelices que coloca la guerra bajo su dominación» (idem), porque es «una nación donde todos reciben golpes y desean darlos al que está más abajo» (p.329). Frente a esta concepción conflictiva del poder, frente a esta concepción de las relaciones de poder como conflictos que se resuelven mandando unos y obedeciendo otros, Argensola se profesaba «rebelde a una obediencia que no fuese precedida de largas discusiones» (p.182). Su concepción del poder no era conflictiva, sino comunicativa, aristoteliana. Su idea de persuasión estaba en consonancia con la de Sócrates en diálogo con Critón. La tercera dimensión del poder, empero, comporta una redefinición de la persuasión, entendida ahora como manipulación, otra forma de violencia. Bourdieu habla de violencia dóxica. También la llama simbólica.
Lukes propone su enfoque tridimensional como superador del bidimensional y, claro está, del unidimensional. Cada uno de los enfoques respondería a concepciones distintas del poder. En realidad, con su propuesta no viene a sustituir, sino a completar las anteriores aproximaciones, de tal manera que no tendríamos por qué hablar de tres concepciones del poder, sino de tres dimensiones del mismo. Tridimensionalidad implica, necesariamente y desde un punto de vista estrictamente lingüístico, existencia de tres dimensiones. La tercera dimensión, a la que Lukes no se refiere en tales términos en la primera edición de su obra, pero sí en la tercera16, permite tener en cuenta el poder de «lograr que otro u otros tengan los deseos que uno quiere que tengan, (…) [de] asegurarse su obediencia mediante el control de sus pensamientos y deseos»17. Tal utilización del poder consiste en impedir que el conflicto efectivo «aflore»18. El conflicto no se hace efectivo —ni se explicita ni queda encubierto— porque B no es consciente de que haya intereses en conflicto. Por el contrario, A tiene capacidad, y la ejerce, de «impedir (…) que las personas tengan agravios, recurriendo para ello a modelar sus percepciones, cogniciones y preferencias, de suerte que acepten su papel en el orden de las cosas existente, ya sea porque no pueden ver ni imaginar una alternativa al mismo, ya sea porque lo ven como natural o irreemplazable, o porque lo valoran como algo ordenado por Dios» (idem). La tercera dimensión del poder, pues, implica una forma de ejercer el poder por la que un consenso dado no es «genuino», sino «erróneo o manipulado», toda vez que los «intereses reales» de quienes obedecen están en «contradicción» o conflicto con los de quienes ejercen el poder19.
Por su parte, Bourdieu advierte que, así como «el poder es visible por todas partes (…), tenemos que ser capaces de descubrirlo allí donde es menos visible, donde no se le reconoce en absoluto»20. Ese «poder invisible»21 es el poder simbólico, siendo los símbolos los que «hacen posible que haya un consenso (…) que contribuye fundamentalmente a la reproducción del orden social»22; esto es, pasando de Durkheim a Weber, a quien cita literalmente, contribuyen los símbolos a la «domesticación de los dominados»23, a la normalización de su violencia. Cabe hablar de violencia dóxica como sinónimo de la simbólica por ser la doxa «lo que permanece indiscutido»24, «un punto de vista particular, el punto de vista de los dominantes, que se presenta y se impone como punto de vista universal»25, como «sentido común»26, que define como «[l]o que hoy se manifiesta de un modo evidente, más allá de la conciencia y de la elección»27. Se trata de un «poder casi mágico, que capacita a obtener el equivalente a lo que se obtiene por la fuerza (sea física o económica)»28. Sin aludir explícitamente a Lukes, Bourdieu está remitiendo implícitamente a su teoría tridimensional del poder. Las relaciones de poder en que la violencia es simbólica son aquellas «capaces de producir efectos reales sin ningún gasto de energía aparente»29. En otras palabras: «los dominantes imponen su dominación» con «facilidad»; ocurre dada la «consonancia prerreflexiva «entre la opinión de aquellos, sus «estructuras mentales» o «cognitivas, y las de los dominados30. Prerreflexiva, porque «las estructuras cognitivas no son formas de la conciencia»31. Por eso, puntualiza Bourdieu: «El reconocimiento de la legitimidad no es, como cree Max Weber, un acto libre de la conciencia clara. Está arraigada —continúa— en la consonancia inmediata entre las estructuras incorporadas, que se han convertido en inconscientes»32.
Tía Lydia sabía que acabaría ocurriendo, no obstante entender que antes de imperar la violencia dóxica debería recurrirse expeditivamente a las otras formas de violencia: «Sabemos cuántos sacrificios tendréis que hacer —les dice a las «criadas» de Gilead—. Resulta difícil cuando los hombres os injurian. Será más sencillo para las que vengan después de vosotras. Ellas aceptarán sus obligaciones de buena gana. / Pero no decía: Porque no habrán conocido otro modo de vida. / Decía: Porque no querrán las cosas que no puedan tener», esto es, que no sepan que pueden tener (Margaret Atwood, El cuento de la criada, p.171). Víctor Hugo, ese narrador de Los miserables, alude, en relación con el monacato, a «la violencia que tan frecuentemente se ha hecho a las conciencias» (p.427), no ya a las «bocas cerradas», sino a los «cerebros tapiados» (idem). Y, si Bourdieu se refería al poder «casi mágico» que se deriva de la violencia dóxica, el sofista Gorgias redefinía la persuasión como «encantamiento» y «hechizo». A propósito de «la partida de Helena para Troya» (Encomio de Helena, p.204), primero exclama a modo de afirmación: «¡Cuántos persuadieron —y aún siguen persuadiendo— a tantos y sobre tantas cuestiones, con sólo modelar un discurso falso!» (p.208), y a continuación se pregunta: «¿Qué razón, por tanto, impide que llegaran a Helena (…) encantamientos que actuaron de modo semejante a como si hubiese sido raptada por la fuerza?» (idem), para finalmente —después de aclarar que «la fuerza de la persuasión, en la que se originó su forma de pensar (…), tiene el poder mismo de la necesidad» (id.)—, sentenciar: «la palabra que persuade al alma obliga, precisamente a este alma a la que persuade, a dejarse convencer por lo que se dice y a aprobar lo que se hace», de donde se colige que «quien la persuadió (…) la sometió» (id.); entiende Gorgias que «a la necesidad», lo que no viene a ser sino una suerte de pleonasmo.
Las palabras y tanto los eslóganes como los discursos que con ellas se construyen están, concreta Bourdieu, entre los instrumentos de que se sirve el poder para obtener obediencia dóxica o simbólica. Si en relación con la primera dimensión del poder estratégicamente concebido aludíamos a esas situaciones en las que las palabras son prescindibles hasta el punto de que apenas si son útiles para verbalizar la amenaza o la orden de mando, también sabemos del poder de las palabras. Ya nos dijo Hobbes que, aunque los animales irracionales, como las personas, «tienen un cierto uso de la voz, comunicándose entre ellos deseos y otros afectos, les falta, sin embargo, el arte de la palabra, mediante el cual algunos hombres pueden representar a otros lo que es bueno dándole la apariencia de malo, o lo malo dándole la apariencia de bueno, y aumentar o disminuir a su antojo las dimensiones de lo bueno y de lo malo»33. Y antes que Hobbes, Gorgias: «La misma relación guarda el poder de la palabra con respecto a la disposición del alma que la prescripción de fármacos respecto a la naturaleza del cuerpo. Pues, al igual que unos fármacos extraen unos humores del cuerpo y otros, otros; y así como algunos de ellos ponen fin a la enfermedad y otros, en cambio, a la vida, así también las palabras producen unas, aflicción; otras, placer; otras, miedo; otras predisponen a la audacia a aquellos que las oyen, en tanto otras envenenan y embrujan sus almas por medio de una persuasión maligna» (Encomio de Helena, p.209). Era para Gorgias la palabra «un poderoso soberano» (idem, p.205).
Ricardo, aún súbdito, tenía clara la relevancia de la palabra en su estrategia: «Impulsaré más su odio contra él con mentiras forjadas en sólidos argumentos» (Shakespeare, Ricardo III, p.35). Para El Roto, con su contundente capacidad de síntesis, «lo importante no es la gestión, sino la sugestión» (elPaís.com, 22/04/2024). Harriet fue consciente de ello hasta el punto de sentir miedo. En 1930 asistió en Alemania a un hecho revelador: «sube a la tribuna un hombrecillo de aspecto payasesco. Pero la gente no se ríe, la gente escucha con solemne atención las palabras del payaso: «Los alemanes somos los mejores. ¿Por qué, si somos los mejores, perdimos la guerra? Por culpa de los judíos y de los comunistas». Yo me digo: «La gente recuerda cómo fueron las cosas, payaso; van a hacerte callar y, si sigues contando mentiras, te darán una buena paliza». Pero qué va, nadie protesta, y cuando el payaso dice «Todo es posible. ¡Todo es posible!», miles, decenas de miles levantan sus manos y gritan como una sola garganta «¡Heil, Hitler!». Entonces me doy cuenta de que el payaso es un tipo peligroso. Pero es demasiado tarde, yo misma siento que la voz del payaso ha tocado mi corazón y levanto mi patita y sumo mi chillido de tortuga a millones de gargantas entusiasmadas, «¡Heil, Hitler!, ¡¡Heil, Hitler!!», es una fuerza incontenible, nunca he sentido tanta energía dentro de mí, «¡¡¡Heil, Hitler!!!», y en mi corazón animal se levanta una promesa: «Todo es posible» (Juan Mayorga, La tortuga de Darwin, p.39).
La misma experiencia sacudió al protagonista de 1984 durante uno de los «Dos Minutos de Odio» que diariamente emitían las telepantallas del país: «En un momento de lucidez, Winston descubrió que estaba gritando con los demás y dando patadas con violencia (…). Lo más horrible de los Dos Minutos de Odio no era que la participación fuese obligatoria, sino que era imposible no participar. (…) Un espantoso éxtasis de temor y afán de venganza, unos deseos de asesinar, torturar y aplastar caras con un mazo parecían recorrer a todo el mundo como una corriente eléctrica, y lo convertían a uno, incluso en contra de su voluntad, en un loco furioso» (George Orwell, 1984, pp.21-22). «También Frau Schumann[, con quien Harriet siguió al gentío hasta el estadio] sale trastornada. Ya no será nunca la amable señora Schumann que me compró en París. Lo primero que cambió fue su lenguaje. Ahí empieza siempre todo, en las palabras. Lo he visto en todas partes: las palabras preparan muertes; las palabras matan» (Juan Mayorga, La tortuga de Darwin, p.39). Las palabras matan si esa es la orden, pero no matan solo por quien da la orden, sino también por quienes han interiorizado que esa es la orden que se ha de dar; las palabras, viene a decir, en última instancia, mandan sin que se sepa que se obedece. Es la lógica de la tercera dimensión.
Günter Grass también se sirve del componente metafórico de las tribunas desde las que se arenga a «la muchedumbre» (El tambor de hojalata, p.135). A propósito de la ocasión en que Óscar acudió a uno de aquellos actos hitlerianos de exaltación y adoctrinamiento, se pregunta: «¿Han visto ustedes alguna vez una tribuna por detrás? Antes de congregarla ante una tribuna —lo digo sólo a título de proposición— habría que familiarizar a toda la gente con la vista posterior de la misma. El que una vez haya contemplado una tribuna por detrás estará en adelante inmunizado, si la contempló bien, contra cualquier brujería de las que (…) tienen lugar en las tribunas» (p.134). Pongamos el acento en las «palabras» o llamemos «brujería» a estos actos de manipulación masiva, son ejemplos, bien es cierto que extremos, de la tercera dimensión del poder. A propósito de la brujería, así como Bourdieu dice del poder simbólico que es mágico (vide supra), afirma también, poniendo como ejemplo «la aparcería de un quinto», que «sólo puede funcionar en las sociedades que ignoran la coerción del mercado o la del Estado si el aparcero está en cierto modo domesticado»34, para lo cual, sentencia, «hay que hechizar la relación de dominación y de explotación»35, esto es, acudir a «la alquimia que transforma la verdad de las relaciones de dominación»36.
Lejos de la alquimia y el embrujo, en Un mundo feliz se recurre a la ciencia y se aplica desde muy temprana edad; el primer método se llama «hipnopedia», se aplica en la «clase de Conciencia Elemental» (Aldous Huxley, p.52) de la «Sala de Condicionamiento Neopavloviano» de la «Guardería Infantil» y consiste en «inculcar formas de conducta» (p.54) mediante «sugestiones» (p.56) a «niños y niñas, sonrosados y relajados por el sueño» (p.52). El Director aclaró en una visita al centro: «Posteriormente, la mente del niño se convierte en esas sugestiones (…). Y no únicamente la mente del pequeño, sino después también en la del adulto, y lo van a acompañar en el transcurso de toda su existencia. La mente que juzga, desea y toma decisiones... formada por la sumatoria de estas sugestiones. ¡Y son nuestras estas sugestiones! —casi gritó el Director con orgullo—. ¡Sugestiones del Estado! —Y dio un puñetazo encima de la mesa—» (p.56). Tras de la hipnopedia venían otros métodos de «condicionamiento» (p.130) «más seguros» (p.92), y es que «los Interventores entendieron que era inútil usar la fuerza» (idem); había, por ejemplo, una «Escuela de Ingeniería Emocional» (p.118). El Interventor sentenció en conversación con John: «Uno cree las cosas porque fue condicionado para creerlas» (p.396). Mustafá Mond, también en conversación con John, le diría más tarde: «Todo el orden social se trastornaría si los hombres comenzaran a actuar por su cuenta» (p.400).
En El coloso de Goya, permítase esta segunda digresión pictórica, es evidente la violencia. No queda claro contra qué se rebela don Quijote cuando se lanza contra aparentes molinos; más bien parece un loco. Cabe pensar también que, lejos de ser un individuo que ha perdido el juicio, fuera en manos de Cervantes un trasunto de aquel que ve lo que es, no lo que se nos hace ver. Goya denunciaría la destrucción a que conduce la violencia física, injusticias y sinsentidos al margen; Cervantes, el dominio que se ejerce controlando percepciones e interpretaciones de la realidad. No sabemos quién confunde a los dominados, pero don Quijote estaría libre del embrujo de las sombras proyectadas en la caverna de Platón. El coloso nos remite a la primera dimensión del poder estratégicamente concebido. La escena de los molinos, gigantes en realidad (o cualquier mal del que fueran una metáfora), a la tercera. También nos remitiría a la tercera si, siendo molinos, y no gigantes, nos estuviera advirtiendo Cervantes «de lo que saben muy bien los manipuladores (…) de las mentes humanas: que es muy fácil persuadir a casi cualquiera de que la realidad no es lo que muestra serenamente la razón, sino un simulacro urdido por encantadores maléficos»37.
Basilio, el padre de Segismundo, no solo tuvo poder como rey para mandarlo encerrar en una torre, sino también para tenerlo en la creencia de que no era sino «un humilde y pobre preso» (Calderón de la Barca, La vida es sueño, p.83). Y, así como tuvo poder para liberarlo del presidio a continuación y hacerle saber que era príncipe, tenía poder, y lo ejerció, para deshacer la situación. Si le advirtió sabiéndose libre y príncipe: «quizás estás soñando, aunque ves que estás despierto» (p.84), más tarde se lamentaría Segismundo, de nuevo preso y confundido: «el hombre que vive sueña lo que es hasta despertar» (p.107). Le dijo a su padre en la primera ocasión: «No sueño, pues toco y creo lo que he sido y lo que soy. (…) [S]é quién soy, (…) y si me viste primero a las prisiones rendido, fue porque ignoré quién era» (p.84). En la segunda ocasión concluyó: «todos sueñan lo que son» (p.108). Consideraciones aparte sobre la obra y su desarrollo y sobre el teatro barroco, Basilio habría tenido poder para hacerle creer a Segismundo que la realidad era como él se la hacía ver, y es de esta manera como consigue su sumisión. Viéndose cautivo por segunda vez y pensando que había sido sueño lo vivido, sentencia en la escena XIX: «reprimamos esta fiera condición, esta furia, esta ambición» (p.106). No es Antígona rebelándose contra el mandato legal de Creonte, como no es Prometeo desafiando a Zeus. Tampoco, ese Lorca que invita a la liberación: «No es sueño la vida. ¡Alerta! ¡Alerta! ¡Alerta! (…) [S]i alguien tiene por la noche exceso de musgo en las sienes, / abrid los escotillones para que vea bajo la luna / las copas falsas, el veneno y la calavera de los teatros» («Ciudad sin sueño (Nocturno de Brooklyn Bridge»), Poeta en Nueva York). Mientras Calderón sintoniza con la caverna de Platón, Lorca insta a salir de ella, a decir que el Rey está desnudo. A diferencia de Antígona y de Prometeo, Segismundo no es consciente del conflicto de intereses que lo relaciona con su padre. De ahí que su ejercicio comentado del poder responda a la tercera dimensión. Como el de Napoleón, el orwelliano.
Napoleón era «un verraco grande de aspecto feroz» (George Orwell, Rebelión en la granja, p.59). Junto con Snowball y Squealer, puercos machos los tres, lideró la rebelión de la Granja Manor, que pasó a llamarse «Granja Animal». Squealer «era un orador brillante (…). Se decía que era capaz de hacer ver lo negro, blanco» (p.60). Valiéndose inicialmente de «nueve enormes perros» (p.96) de «feroces colmillos» (p.97) para expulsar a Snowball de la granja, Napoleón hizo saber que «el gobierno de la granja» (p.99) no sería asambleario; «una comisión especial de cerdos, presidida por él[,] (…) se reunirían en consejo y luego comunicarían sus decisiones a los demás» (p.98). Solo cuatro animales expresaron su disconformidad, pero los perros «dejaron oír unos profundos gruñidos amenazadores y los cerdos se callaron» (p.99). De la primera a la segunda dimensión del poder, sin abandonar la amenaza creíble de la violencia física, se imponían «[l]a lealtad y la obediencia». De la primera a la segunda dimensión, pura potestas, nada de auctoritas. El ejercicio del poder así institucionalizado pasó también por reelaborar las certezas de los animales de la granja. La condecoración de Snowball como «Héroe Animal de Primer Grado» pasó a ser «una leyenda difundida (…) por Snowball mismo» (p.139); de hecho, no es que no hubiera merecido tal reconocimiento, sino que, era el discurso oficial y único permitido, «fue censurado por demostrar cobardía en la batalla» del Establo de las Vacas (idem). Squealer logró convencer incluso a los perplejos ante tales narraciones de que «sus recuerdos estaban equivocados» (id.). De nuevo, el poder como capacidad para imponer el dominio consiguiendo que la realidad sea lo que a quien tiene el poder interesa que sea. De nuevo, la tercera dimensión del poder.
Ciertamente, la manipulación se sirve de la mentira, pero no de una mentira puntual y cortoplacista. No hablamos de Ulises sirviéndose de Neoptólemo, hijo de Aquiles, para hacerle creer a Filoctetes que lo rescata de la isla en que se halla contra su voluntad para llevarlo de vuelta a la Hélade, en vez de a Ilión (Sófocles, Filoctetes). Mentiras de esta naturaleza no entrañan relación de poder alguno, no dan lugar a un dominio sostenido en el tiempo. En Granja Animal, «la vida era dura y áspera, (…) muchas veces tenían hambre y frío, y generalmente estaban trabajando cuando no dormían» (p.153). Pero Squealer no hablaba de «reducción», sino de «reajuste» de las raciones (p.152), y, «aunque se había borrado de su memoria» (p.153) cómo vivían cuando la granja era de Jones, el humano contra el que se rebelaran, se sentían «contentos» (idem) de «creer» que «peor había sido en los viejos tiempos. Además, en aquellos días fueron esclavos y ahora eran libres, y eso representaba mucha diferencia, como Squealer nunca se olvidaba de señalarles» (id.). Puede ser cierta la máxima maquiaveliana de que « [l]os hombres son tan simples y se someten hasta tal punto a las necesidades presentes, que el que engaña encontrará siempre quien se deje engañar»38; que «[h]ay mentiras de las que tienen más culpa los oídos que la boca» (Amin Maalouf, León el Africano, p.293), pero es un hecho que en Granja Animal la violencia física y aun su amenaza habían dejado de ser instrumentos con que obtener obediencia, y el propio orden establecido había dejado de ser percibido como conflictivo.
No siendo conscientes del conflicto de intereses entre quienes mandaban y quienes obedecían, la violencia ejercida no era percibida. Era violencia dóxica, la competencia del Ministerio de la Verdad en el Londres distópico de 1984 (George Orwell). El ministerio se ocupaba de las noticias, la educación, los espectáculos y las bellas artes (p.12), pilares sobre los que se asientan los valores y actitudes, más allá de las opiniones coyunturales, de quienes viven en sociedad, así como sus recuerdos, lo que se sabe o se da por sabido de lo que ha pasado o se cree que ha pasado. De las familias, otro agente socializador clave (en realidad, de que los hijos delataran a sus padres por traidores o «criminales mentales»), se ocupaba la Policía del Pensamiento. La aspiración de aquel régimen totalitario iba más allá de condicionar la forma de pensar de sus gentes: en el futuro a que aspiraban el Hermano Mayor y el Partido, le diría Syme a Winston, «no existirá pensamiento tal como lo entendemos hoy. La ortodoxia equivale a no pensar. La ortodoxia es la inconsciencia» (p.62). Sincerándose con él mucho más adelante su torturador, le dijo: «el poder se ejerce sobre las personas. Sobre el cuerpo, pero, ante todo, sobre el espíritu» (p.279).
Antes, Winston ya se había percatado de «lo fácil que resultaba dar la impresión de ortodoxia sin tener la menor idea de lo que significaba esa ortodoxia» (p.169), de lo funcional que le resulta al poder un pueblo ignorante o desinformado y apático o desinteresado: «Se les podía convencer de que aceptaran las más flagrantes violaciones de la realidad, porque nunca llegaban a entender del todo la enormidad de lo que se les pedía, y no estaban lo bastante interesados en los acontecimientos públicos para reparar en lo que ocurría. (…) Se limitaban a tragárselo todo y nunca se les indigestaba porque lo que tragaban no dejaba ningún residuo, igual que un grano de trigo puede pasar por el cuerpo de un pájaro sin ser digerido» (idem). Esa «falta de comprensión les permitía conservar la cordura» (id.). Obviamente, allí donde el poder no se impone recurriendo a su tercera dimensión puede acudir a la primera. A Winston también lo torturaron. Como le dijera O’Brien al infringirle el castigo, lo sufría «[p]orque careces de humildad y no sabes dominarte. No has querido aceptar que el precio de la cordura es la sumisión» (p.264). Pero en la distopía de Orwell, en su hiperbólica denuncia del poder, no bastaba con obedecer, no bastaba cualquier tipo de obediencia. Se puede obedecer por miedo al castigo físico, muerte incluida (primera dimensión), o porque no queda más remedio dado el orden vigente (segunda dimensión); en lo que otrora fuese Inglaterra o Gran Bretaña, por cierto, «ya no había leyes» (p.14), por lo que había desaparecido la distinción entre lo legal y lo ilegal, en beneficio de la absoluta arbitrariedad. Winston, en todo caso, fruto de las torturas, renunció a la rebeldía, se rindió, pero odiaba aún al Hermano Mayor, y el Hermano Mayor tenía que ser amado por quien le obedecía. O’Brien se lo dijo claramente: «Con obedecerle no es suficiente: debes amarle» (p.298), y acabó amándolo fruto de las torturas que le practicaron en la habitación 101.
5. Apunte final
Tal vez por una pesimista concepción de la condición humana a propósito del poder y del uso estratégico de la violencia para alcanzarlo, imponerlo y/o darle continuidad, Orwell cierra su Rebelión en la granja constatando «la transformación ocurrida en las caras de los cerdos» (p.181). Los demás animales de la granja, «asombrados, pasaron su mirada del cerdo al hombre, y del hombre al cerdo; y, nuevamente, del cerdo al hombre; pero ya era imposible distinguir quién era uno y quién era otro» (idem). Jesús Carrasco opta por rescatar al ser humano que habita en quien domina. Eva Holman, habiendo sido cómplice de un sistema de dominación colonial, tomó conciencia de la violencia practicada y de lo ajena que había sido a ella: «he vivido la vida de otra persona» (La tierra que pisamos, p.83). Hasta ese momento, «todo mi afán se dirigía a encajar en la silueta que para mí habían dibujado» (p.103). Se había creído, escribe en primera persona, «los mitos coloniales, los que nos llevan contando desde que éramos niños» (p.92). Se había creído la superioridad de su patria, «aquel sustento, con sus mitos y sus heroicos próceres» (p.79). Se dio cuenta de su «culpa: la de saber que había levantado mi casa sobre la sangre de los suyos. La de haberme envuelto en la bandera de la tradición, el Imperio y la religión para participar de este expolio. (…) [C]ulpa de haberme dejado embaucar para erigir mi vida sobre una ciénaga» (p.245). Por eso desafió al cónsul declarando: «Sí, es cierto. Tengo a un lugareño viviendo en mi finca» (p.225). Sabía que con ello perdería sus derechos coloniales, que tendría que hacer frente a una fortuna en sanciones y que Leva sería ahorcado. No ponía fin de este modo al poder imperial ni al dominio sobre sus colonias. Pero optaba por verse igual a sus iguales, siendo iguales todas las personas entre sí, sintiéndose hermanada y una con Leva y con cuantos sufren y han sufrido la violencia del poder. «Nunca pensé —escribió en su diario estando en la fosa común— que sentiría paz en este lugar» (p.268).
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1 El estudio se enmarca en el proyecto de investigación «La condena de los excluidos: fronteras institucionales de los derechos humanos» (PID2021-122498NB-I00)
2 Thomas Hobbes, «Leviatán». La materia, forma y poder de un Estado eclesiástico y civil, Alianza, Madrid, 1992[1651], pág. 111.
3 Thomas Hobbes, «Leviatán»…, op.cit., pág. 111.
4 Thomas Hobbes, «Leviatán»…, op.cit., pág. 111.
5 Thomas Hobbes, «Leviatán»…, op.cit., pág. 141.
6 Thomas Hobbes, «Leviatán»…, op.cit., pág. 141.
7 Robert A. Dahl, «The concept of power», Behavioral Science, vol.2, núm.3, 1957, págs. 202-203.
8 Max, Weber, El político y el científico, Alianza, Madrid, 1988[1919], pág. 160 [énfasis en el original].
9 Max, Weber, El político…, op.cit., pág. 174.
10 Javier Gomá, Universal concreto: Método, ontología, pragmática y poética de la ejemplaridad, Taurus, Barcelona, 2023.
11 Steven Lukes, El poder: Un enfoque radical, Alianza, Madrid, 1985.
12 Steven Lukes, El poder…, op.cit., pág. 19.
13 Rafael del Águila, «La política: el poder y la legitimidad», en idem (ed.), Manual de Ciencia Política, Trotta, Madrid, 1997, pág. 25.
14 Nicolás Maquiavelo, El príncipe, Grupo Editorial Marte, Madrid, 1988[1513], pág. 127.
15 Moisés Naím, El fin del poder. Empresas que se hunden, militares derrotados, papas que renuncian y gobiernos impotentes: Cómo el poder ya no es lo que era, Debate, México, 2015, pág. 50.
16 Steven Lukes, «Power». A radical view, 2.ª ed., Palgrave MacMillan, Nueva York, 2005.
17 Steven Lukes, El poder…, op.cit., pág. 23.
18 Steven Lukes, El poder…, op.cit., pág. 24.
19 Steven Lukes, El poder…, op.cit., pág. 25.
20 Pierre Bourdieu, Language and symbolic power, Polity Press, Cambridge, 1992, pág. 163.
21 Pierre Bourdieu, Language…, op.cit., pág. 164.
22 Pierre Bourdieu, Language…, op.cit., pág. 166.
23 Pierre Bourdieu, Language…, op.cit., pág. 167.
24 Pierre Bourdieu, Language…, op.cit., n.5.
25 Pierre Bourdieu, Razones prácticas: sobre la teoría de la acción, Anagrama, Barcelona, 2007, pág. 121.
26 Pierre Bourdieu, Razones prácticas…, op.cit., pág. 116.
27 Pierre Bourdieu, Razones prácticas…, op.cit., pág. 116.
28 Pierre Bourdieu, Language…, op.cit., pág. 170.
29 Pierre Bourdieu, Language…, op.cit., pág. 170.
30 Pierre Bourdieu, Razones prácticas…, op.cit., pág. 119.
31 Pierre Bourdieu, Razones prácticas…, op.cit., pág. 118.
32 Pierre Bourdieu, Razones prácticas…, op.cit., pág. 119.
33 Thomas Hobbes, Leviatán…, op.cit., pág. 144.
34 Pierre Bourdieu, Razones prácticas…, op.cit., pág. 170.
35 Pierre Bourdieu, Razones prácticas…, op.cit., pág. 171.
36 Pierre Bourdieu, Razones prácticas…, op.cit., pág. 171.
37 Antonio Muñoz Molina, Nuevos guerreros de Lepanto, elPaís.com, 12 de octubre, 2024.
38 Nicolás Maquiavelo, El príncipe, op.cit., pág. 128.
39 Consignar las obras filosóficas de Platón y de Gorgias como literarias, que no académicas, es una licencia del autor.